jueves, 29 de noviembre de 2012

Homenaje a Andrés Bello

Andrés Bello y el Derecho Internacional


Bogotá 8 de Julio de 1846.

Señor José María de Rojas.

Mi estimado amigo: Los Principios del Derecho Internacional es la primera obra científica (de Andrés Bello) de una utilidad general a incuestionable, que se ha dado a luz en la América Española. En ella no encontrarán que objetar los hombres de ninguno de los partidos que alternativamente se hacen del poder en estas Repúblicas; porque en esta obra no se trata sino de las leyes o reglas de conducta que las Naciones o Estados deben observar entre sí para su seguridad y bienestar común.

Esta definición, que es seguramente la más exacta y la más lacónica que hemos visto en ningún tratado de Derecho de Gentes, y que es más precisa que la de Vattel, nos da en su laconismo la explicación del misterio de haberse podido reducir a un volumen de tan pocas páginas la inmensa doctrina que se contiene en las muchas obras que el Sr. Bello ha tenido que estudiar, que analizar, que extractar al fin para darnos lo que hasta hoy no había visto la luz pública en ninguna lengua; es decir, los Principios del Derecho Internacional. Antes se habían escrito muchos tratados con diversos títulos, y muchos de ellos de un mérito inestimable para su tiempo; pero ni Grocio en su obra del Derecho de la Guerra y de la Paz, ni Puffendorf en su Derecho Natural y de Gentes, ni Wolfio en su Derecho de Gentes, ni Real en su Ciencia del Gobierno, ni Vattel en su conocida obra que le hizo adquirir el título de Príncipe de los publicistas, ni ninguno de los que hasta hoy se han dedicado a tratar estas materias interesantísimas, han podido presentarnos una colección de doctrinas que pudiera merecer el nombre de tratado completo de los Principios del derecho internacional. Cada uno de estos hábiles maestros de sus respectivos tiempos trató la materia según su modo particular de verla, y fue sacando gradualmente la ciencia, digámoslo así, del caos en que se encontraba, pero sin poderla descubrir toda, porque ella era demasiado grande para presentarse a los ojos de los hombres de una vez, sin confundirlos. Era preciso que se fuese dejando conocer parte por parte, para que llegase el día en que el todo fuera conocido.

Vattel, el más metódico, el más juicioso, y de más claro ingenio y mayor elocuencia entre los escritores sobre estas materias, no abrazó todos los ramos que comprende el Derecho Internacional con el mismo acierto, ni con la necesaria extensión que ellos requerían. Notamos en su obra muchos vacíos que quizá no proceden de otras causas, sino de que ni el comercio ni las guerras marítimas eran entonces de la consecuencia que en nuestros días. En todo lo que tiene relación con el derecho marítimo es necesario ir a buscar en otras fuentes las noticias de los usos y costumbres de las diversas naciones europeas. Así, en lo relativo al corso, a los bloqueos, a las presas, a las visitas de buques extranjeros, al alistamiento en países neutrales, a los embargos de buques no nacionales para emplearlos en la guerra, sería en vano querer hallarlo en Vattel, porque en su tiempo no se habían agitado las cuestiones que se agitaron después; y sin la obra del Sr. Bello, sería preciso ir a buscar todo esto en diferentes autores modernos, como en Azuni, en Kent, en Wheaton, en Chitty, en Elliot, en Valin, en Schmalz, en Capmany, en Pardessus, en Merlin, en Martens, en las decisiones de los almirantazgos de Inglaterra, de Francia y de los Estados Unidos, y en fin, en la multitud de obras que se han publicado después de los días de aquel Gran Maestro del Derecho de Gentes.

El publicista venezolano, componiendo esta obra importantísima, ha hecho un servicio de valor inestimable, no solo a aquellas gentes a quienes sería muy difícil hacerse de todos los libros que deben componer la biblioteca del hombre que quiere conocer a fondo el derecho internacional, sino a aquellos mismos que poseen la más completa colección de publicistas; porque él ha hecho el trabajo que tendría que hacer el más estudioso de todos ellos; y ciertamente este trabajo es de los más penosos, pues se necesita de un genio particular para emprender reducir a un cuerpo de doctrinas todas las que se hallan diseminadas en muchas y muy voluminosas obras, publicadas en diversas lenguas. Para hacer esto como se debe, es indispensable, no solo saber perfectamente los varios idiomas en que aquellas obras están escritas, sino tener un profundo conocimiento de las materias y una versación en ellas, que no es dada a todos los literatos, ni a todos los jurisconsultos. Por esto, si queremos formarnos una idea del mérito extraordinario de esta obra, debemos considerar cuánto estudio, cuánta atención necesita poner un hombre para hacer un buen extracto de una sola obra en que se trate de diversas materias, y después de consideradas estas dificultades, pasar a calcular cuánta mayor atención, cuánto mayor cuidado no serán necesarios para extractar muchas obras voluminosas para sacar de todas ellas lo que sea conveniente para presentar un cuerpo de principios de una ciencia. Esto es lo que solo es dado conseguir a los maestros, a los talentos superiores.

Ciertamente el Sr. Bello no ha compuesto su libro en poco tiempo. Hace treinta años que yo le conozco estudiando los Principios del Derecho Internacional, y él fue el primero de que yo tuve las pruebas de la deficiencia del Derecho de Gentes de Vattel en todas las cuestiones que interesaban a la causa de la emancipación de la América Española, y fue él quien me hizo conocer la necesidad de estudiar a los escritores más modernos. Desde entonces este sabio y patriota americano se ocupaba en el estudio, cuyo fruto tenemos a la vista; y desde entonces se proponía darnos estos Principios del Derecho Internacional para que se hiciesen populares en estas Repúblicas, y sirviesen en la ventilación de nuestros negocios con las demás naciones.

El profundo saber del Sr. Bello ha sido en Chile de un gran beneficio a aquel país, porque encomendado de las relaciones exteriores de aquel gobierno durante todas las administraciones que se han sucedido unas a otras por el espacio de diez y ocho años, se han dirigido los negocios internacionales con las potencias europeas con el conocimiento, el tino y la prudencia que convenía, y se ha ahorrado Chile los desagradables resultados que se han tenido en otras Repúblicas, por haber creído malos políticos que cada uno puede hacer en su país lo que le da la gana, como si las naciones no se debiesen unas a otras los respetos y consideraciones que se deben en todo el mundo civilizado los individuos entre sí. Y el modo siempre airoso con que Chile ha salido en todas sus cuestiones con Inglaterra, con Francia y con los Estados Unidos, es la prueba concluyente de que no siempre es la debilidad, sino la imprudencia la que causa el mal éxito de los negocios que ventilan entre los Estados fuertes y débiles; porque cuando se sabe hacer evidente la justicia del débil, se hace ceder al fuerte, por el temor que se le infunde de desopinarse él mismo en el concepto universal.

Pero el Sr. Bello no ha tratado de adquirir su vasta erudición para hacer el monopolio de ella: ha querido que sus desvelos sean aprovechados por todos los americanos sus compatriotas: ha hecho a toda la América Española el presente de toda su riqueza en conocimientos políticos; porque el sabio como él no es egoísta, ni tiene mezquinas ambiciones, sino que se considera como el ciudadano de todas las naciones. El que dice en una parte de su obra que el Derecho Internacional considera al género humano esparcido sobre la faz de la Tierra como una gran sociedad de la que cada nación es miembro, y en que las unas respecto de las otras tienen los mismos deberes que los individuos de la especie humana entre sí; y el que en otra parte asienta que los hombres están obligados por la naturaleza a favorecerse unos a otros en cuanto puedan, siempre que les sea dable hacerlo sin echar en olvido lo que se deben a sí mismos, era preciso que nos diese el ejemplo de su doctrina, y en efecto nos ha probado que él tiene por principios suyos los que nos da para todos.

No me resta que decir en elogio de la obra del Sr. Bello, sino que su segunda edición, corregida y aumentada por él mismo, hace ventajas considerables a la primera, como las haría, sin duda alguna, la tercera a la segunda y la cuarta a la tercera; porque un hombre del genio del autor, un sabio que siempre estudia, no satisfecho nunca con su saber, y persuadido de que la ciencia es una fuente inagotable para el sediento de ella, es preciso que haga progresos mientras viva, y que mejore sus obras cada vez que las retoque. Yo me había propuesto hacer la comparación de algunos textos de la segunda edición con los correspondientes de la primera; pero lo he omitido, porque este trabajo, puramente mecánico, lo hará tan bien como yo cualquiera que lo emprenda; y así solo recomendaré al que pueda tener ambas ediciones, que las conserve como un testimonio del progreso que se hace en el estudio de cualquier materia por aquel que no deja de estudiar mientras vive.

Gloríese, pues, Venezuela de haber producido en esta última época, entre muchos hombres eminentes, dos de los tres más grandes capitanes de la América, y el primero de los publicistas de este continente, cuya obra hubiera por sí sola dado celebridad a cualquiera de los miembros del Instituto de Francia, o de los socios de la Real Sociedad de Londres. Gloríese también el Gobierno de Chile de haber merecido la recomendación de este sabio por la generosidad con que ha contribuido a la publicación de los Principios del Derecho Internacional, cumpliendo con el deber, que según Vattel, tiene toda nación de contribuir a la felicidad y perfección de las demás en todo lo que pueda; no olvidando que el mismo gobierno ha prestado igual protección al sabio naturalista francés Mr. Gay, para que este hiciese conocer la historia natural de Chile, no solo a los chilenos, sino a todos los hombres estudiosos de la tierra. Estos son beneficios universales, de aquellos que ningún espíritu de partido puede desconocer, y que yo, poco amigo de los actuales gobernantes de aquel país, debo ensalzar, porque estos beneficios harían la gloria de mis más íntimos amigos.

Nada más tengo que decir a U. sobre el juicio que he formado de la obra del Sr. Bello, y con esto quedo de U., como siempre, su amigo y servidor.

Antonio José de Irisarri.

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